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Sobre el Educador Militante

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pizap.com14170249111651¡¡Hola!!

Comenzamos estas líneas con una idea de María Fiori Ernari (1975) que expresa:   “…Paulo Freire es un pensador comprometido con la vida; no piensa ideas, piensa la existencia…”  Y por eso mismo se constituyó como uno de los educadores más sobresalientes en  la historia latinoamericana… Al  tomar como punto de referencia la realidad, ésta se constituye en  fundamento y soporte para toda acción pedagógica.

Freire se  configuró como un hombre capaz de vivir intensamente su época, de formular un análisis serio y crítico  de la realidad que le tocaba vivir junto a su pueblo. Aunque para muchos ese análisis y esa crítica es  controvertida y utópica, para otros es totalmente aceptable dado que pueden encauzar  su pensamiento y  dar a su vida un sentido social y de servicio a los más necesitados, es decir,  vivir activa, crítica y racionalmente como seres humanos contextualizados que buscan una concreta, real y verdadera liberación.

Fue esa clase de hombres que saben reconocer el valor de lo humano y de lo propio. Logró descubrir esa complejidad misteriosa que encierra el hombre y lo dinamiza, pero a la vez, lo concibió como un ser inacabado, siempre en búsqueda y en permanente auto-construcción. Fue un pensador comprometido consigo mismo y con la vida, y sus ideas dinamizaron y aun dinamizan conciencias. Partió  de la realidad para aprender con los demás y tuvo la suficiente claridad para reconocer que, a pesar de nuestra capacidad personal, no estamos solos, solas, en el mundo, sino que somos seres  eminentemente  sociales-relacionales.

Iniciar la temática que hoy nos reúne con estas palabras, tiene como propósito entender que no fue un hombre extraordinario, sino más bien una persona  que realmente tomó enserio su historia, la historia de su pueblo, y su propia vida, especialmente de ese pueblo pobre y marginado por la sociedad, en cuya transformación (según lo afirma en todo su pensamiento) no trabajarán otros, sino el propio hombre, y que al visualizar esta transformación  como algo dinámico, se plantea como tarea a cumplir por el  propio pueblo.

Freire plasmó sus influencias intelectuales, llenándolas de un contenido nuevo, donde se va esbozando su particular manera de ir dialogando con la realidad, esa realidad que vivió de cerca y miró de lejos, y al hacerlo fue reconociéndola, fue reencontrándola…

Su obra contiene las ideas nuevas y revolucionarias que surgieron  en la  América Latina de los años ‘60. Por una parte, ella da cuenta de su formación católica, con el lenguaje liberacionista que proviene de las corrientes progresistas del catolicismo. Estas corrientes hacen surgir la Teología de la Liberación cuyos conceptos parten de las circunstancias concretas de las condiciones de opresión que viven los pueblos y más tarde proceden a teorizar sobre estos hechos. Teología que tiene un carácter militante en tanto que sus practicantes están activamente comprometidos con la conquista de la liberación. Por eso conceden una importancia capital al concepto de praxis.

Estrechamente relacionado con este concepto de praxis hay otros: política, utopía, educación, educador, militancia…

Dice Eva Fontdevila (Lic. En Ciencias de la Comunicación de la UBA e integrante de la Agrupación El Mate): “… Freire se murió hablándoles con tranquilidad a los que decían que Freire ‘ya fue’. Se murió sosteniendo sus concepciones, repensando sus convicciones, escribiendo sus pensamientos, reflexionando sobre su práctica. Freire fue militante durante su vida, en sus libros, en sus viajes, en sus horas de funcionario… Y sin embargo, me pregunto por qué nosotros, desde la militancia, lo hemos reivindicado y lo hemos trabajado tan poco internamente, en la Facultad, en el barrio, en cada lugar donde hemos construido; sin dudas, durante mucho tiempo hemos repetido la marginación propia de la academia…”

Estas palabras me movieron a presentarte hoy el trabajo de esta Comunicadora Social, que aborda precisamente el contenido del título del artículo de hoy: “Sobre el educador Militante”.  Lo cuelgo aquí abajo y espero, de verdad, que el mensaje sirva para re-pensar-nos en la praxis educativa, militante. ¡¡Espero tus comentarios!! ¡¡Hasta entonces!! Sarita.


Paulo Freire: Militante, Educador

Por: Eva Fontdevila

Hay algunas personas a las que siempre vamos a recordar jóvenes: el Che Guevara, Eva Perón, Jesucristo. Y hay otras a las que, al menos los que nacimos después de los 70, siempre vamos a recordar viejas: Fidel Castro, Mahatma Ghandi, Paulo Freire. Hace algunos años, con mis compañeros de El MATE, hicimos en la puerta de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA una muestra de fotos del Che Guevara. Había una que me impactó mucho: estaban el Che y Fidel sonriéndose mutuamente… ¡y los dos eran jóvenes! Fue la primera vez que pensé en esto de las edades. Ahora, pensando en Freire, me emociona que algunos de los que vamos a recordar siempre viejos, se murieron viejos sosteniendo con consecuencia las ideas que tenían cuando estaban con aquellos a los que vamos a recordar jóvenes. Freire es, obviamente, uno de esas personas. Esta cuestión me parece significativa en tiempos en que es común escuchar “Cuando tenía 20 años yo también quería cambiar el mundo”, o lo que es peor, compañeros jóvenes, muy valiosos, muy inteligentes, que sin embargo se desligan de algunas prácticas militantes con el argumento “…ya estoy viejo para eso”.

Cuando Freire se murió yo apenas conocía su obra. No había entrado a la Facultad y la mayor parte de mis amigos de entonces posiblemente no la conocieron nunca. En el bachillerato elitista (perdón, humanista) al que fui, no consideraban necesario acercarnos su pensamiento. Freire murió en 1997, cuando todavía muchos pregonaban que el “derrame” del sistema capitalista iba a llegar, a pesar del rotundo fracaso que ya había mostrado por décadas. Freire se murió escribiendo, leyendo, diciendo, contra el neoliberalismo. Se definió posmoderno, planteando una idea de lo posmoderno que habla de su coherencia: la heterodoxia, la diversidad, la integración de miradas, y al mismo tiempo la lectura de clases del mundo, tan vapuleada y tan necesaria hoy por hoy en nuestra militancia.

Freire ocupó cargos en instituciones, discutió con el Estado desde el Estado, y también trabajó intensamente fuera del Estado, en los territorios concretos donde suceden las vidas cotidianas de los oprimidos. Freire se enfrentó a los grandes males del neoliberalismo: al pragmatismo, al posibilismo, al conformismo.

Me pregunto cuántos de nosotros, los que reivindicamos a Freire hoy por hoy podemos leer nuestras prácticas, cómo él nos enseñó, y decir que nos enfrentamos también a esas tentaciones.

Cuando entré a la Facultad varios grupos de compañeros resistían luchando por la universidad pública. Se discutía si se arancelaba la universidad, si se restringía el ingreso, si se promovían las pasantías absurdas en empresas enormes que explotaban estudiantes como mano de obra barata. Y muchos profesores, estudiantes y graduados, apoyaban cada una de esas cuestiones! Desde que entré vi que Freire estaba en los pasillos de la Facultad, en muchos casos como mito, como fetiche, como icono, como bandera. Para muchos compañeros, incluso militantes, Freire es un icono necesario y la educación popular una serie de técnicas participativas. Freire se murió hablándoles con tranquilidad a los que decían que Freire “ya fue”. Se murió sosteniendo sus concepciones, repensando sus convicciones, escribiendo sus pensamientos, reflexionando sobre su práctica.

Freire fue militante durante su vida, en sus libros, en sus viajes, en sus horas de funcionario.

Si pienso en qué es lo que nos dejó Freire se me vienen a la cabeza algunas palabras muy caras a la militancia política, y especialmente a la identidad del colectivo del que formo parte: heterodoxia, reflexión desde la práctica, materialismo no dogmático, compromiso. Y sin embargo, me pregunto por qué nosotros, desde la militancia, lo hemos reivindicado y lo hemos trabajado tan poco internamente, en la Facultad, en el barrio, en cada lugar donde hemos construido; sin dudas, durante mucho tiempo hemos repetido la marginación propia de la academia.

Incluso me duele un caso concreto: lo excluimos cuando organizamos el seminario sobre marxismo heterodoxo.

Freire nos enseñó en “La importancia del acto de leer” que la lectura del mundo está antes que la lectura de la palabra. Y pienso en cómo aprendimos a leer desde chicos, en la escuela, y sobre todo cómo nos enseñó a leer la Facultad, cómo nos condicionó. Porque en la Facultad aprendimos a leer subrayando las ideas principales. Cuando leo a Freire tengo la sensación de que, o subrayo todo, o no subrayo nada. Todo me dice algo, desde un lenguaje que me traslada a mi práctica.

También aprendimos que una materia con kilómetros de bibliografía es “más seria”. Freire criticó duramente a los que piensan que cuanto más rebuscados y largos sean los textos, mejor. Por eso nos sirve leer a Freire para pensar la educación incluso universitaria. Sin ser necios, no para negar la universidad o idealizar “la otra educación”, pero para revisar el proceso. En la Facultad subrayamos fragmentos de fragmentos de libros de autores cuyas caras no conocemos, porque las fotocopias no incluyen solapas, y muchas veces ni siquiera incluyen el nombre del capítulo.

¿Y cuando leemos a Freire? Muchas veces me parece que leo las mismas cosas, los mismos conceptos, las mismas anécdotas. Y sin embargo, cada uno de los libros me hace viajar hacia mis prácticas más cotidianas. Me resulta imposible leer un libro de Freire y no pensar en mi propia práctica militante, en la de ayer, en la de hoy, en la del sábado pasado, en el último taller, en mi relación con compañeros, en lo que discutimos en las reuniones, en los textos que escribimos.

Hace poco, cuando leí “Pedagogía de la Esperanza” todo el tiempo estaba imaginando diálogos con compañeros, con personas puntuales a las que quería decirles algunas de esas cosas que estaban frente a mis ojos.

Hace tiempo empezábamos a trabajar con un grupo de compañeros de la Facultad que integraban otro colectivo y se definían como “educadores populares”. A mí me parecía que nos quedaba grande, me preguntaba si estábamos a la altura de esa definición. Hasta que descubrí que ese pudor también me venía de que nadie me había dado el título de educadora popular. Desde entonces, pienso que es importante hacerse cargo de la vocación política, transformadora, pedagógica, de cada uno. Y ser un educador popular implica un gran respeto por esa vocación, y por las prácticas que involucra, por la lectura permanente del mundo y de la práctica, la sistematización, la rigurosidad, la coherencia.

Me vuelve la idea de que la educación popular quedó algo así como fetichizada.

Muchas veces nos encontramos con reivindicaciones “de oído” de Freire. O con ataques, también “de oído”. Hace un tiempo un compañero se refirió a la educación popular de forma despectiva como algo “hippie”. Freire nos habló del espontaneísmo, del basismo y del paternalismo como parte del retroceso en la posibilidad de la liberación. El basismo como idealización de los pobres y de las bases; el espontaneísmo como falta de rigurosidad científica, teórico política, la falta de registro de las prácticas, la falta de teorización; el paternalismo como subestimación del otro, o como demonización del otro, son todas tentaciones que hablan de nuestra propia interiorización de la opresión como militantes.

Somos hijos de una generación que se planteó una lucha muy grande, indispensable, que reivindicamos. Pero también criticamos. Y eso es algo freireano que nos permitimos hacer, que nos obligamos a hacer: revisar qué cosas de la militancia de nuestros viejos retomamos, cuáles criticamos. Y así recordaba largas discusiones internas, largas amarguras en charlas con compañeros que hablaban de los pobres, de los oprimidos, de los sectores populares, indistintamente pero sin acercarse a ellos. Compañeros que hablan de conceptos sin acercar esos conceptos a la práctica concreta. Compañeros que no pueden producir conocimiento porque no están en la práctica. O que creen producir conocimiento “para” los pobres. Hace un par de años Héctor Schmucler, en una charla en la Facultad, criticaba el cliché de la militancia que reclama “una universidad al servicio de la sociedad”. Decía Schmucler que parte de la crisis de la universidad actual es que precisamente nunca antes la universidad había estado tan al servicio de la sociedad como ahora, y que en todo caso lo que había que preguntarse era qué sociedad estábamos construyendo y cuál queríamos forjar. Sin dudas, lo más freireano de nuestra militancia debe ser la capacidad de leer el mundo, las practicas, teorizar, y volver a la práctica para transformarla.

Hace poco, leyendo “El grito manso” volví a reflexionar sobre las posibilidades de la educación popular y la universidad. El propio Freire sentado en una universidad discutiendo con la institución y a su vez valorándola. Me acordaba con rabia de la eterna subestimación de la educación popular por parte de la academia: en la Facultad donde estudié, en la orientación de “procesos educativos” en la carrera de Comunicación, Freire es un autor casi inexistente y la educación popular como marco teórico no aparece.

Por eso fue necesario llegar a la educación popular desde la militancia. Cuando cursé mi primer taller con Jorge Huergo empecé un proceso de lectura de mis prácticas. Y en estos años que pasaron desde ese encuentro, he encontrado pocas personas de carne y hueso que muestren tanta coherencia entre su decir y su hacer, entre su conducta personal, profesional, política, como docentes; esta coherencia implica una gran decisión y una voluntad. Un educador popular al que conocí como profesor de didácticas de la educación popular, Javier Castagnola, decía hace poco que “el conocimiento implica dolor” y que “no tener tiempo no es posible”. Hacerse cargo de estudiar, de leer, de repensar, de escribir, es mucho más difícil que refritar, cortar/pegar o no hacer nada. Y no tener tiempo para algo implica usar nuestro tiempo para otra cosa. Esas dos ideas, me parece, hablan de la búsqueda permanente de la coherencia, de la apuesta de vida por la educación popular. Y nos falta mucho de esto en nuestra militancia.

Freire mostró que poner el cuerpo es la única manera de ser coherentes. ¿Cuántos compañeros de 30 o más años todavía se sientan a discutir con los más jóvenes que recién se involucran con una práctica militante, sin necesitar “darles una charla” sobre un tema? ¿Cuántos compañeros han ido manifestando “que ya no están para ciertas tareas de la militancia”? ¿Cuántos compañeros creen honestamente que no hay tareas más o menos dignas? ¿Cuántos estarían dispuestos a reunirse con quienes les pidieran, como hace Jorge Huergo, cada vez que queremos que nos acerque una vez más reflexiones sobre la educación popular, sobre la relación entre el sujeto y el colectivo?. ¿Cuántos se siguen involucrando con colectivos de jóvenes para acompañarlos en su formación?

Freire habló del amor en sus libros. Del amor a su práctica como pedagogo, de su amor a Brasil, de su amor a las compañeras que tuvo a lo largo de la vida. Pienso en lo difícil que es hablar en esos términos con compañeros hoy. Pienso en las reflexiones sobre su propio machismo, pienso en la humildad enorme que nos brinda cuando dice que un grupo de mujeres estadounidenses lo hizo reflexionar sobre esa cuestión. Pienso en lo difícil que hoy resulta discutir con compañeros, -que paradójicamente reivindican a Freire- sobre los estereotipos, los prejuicios, la conducta machista y la cosmovisión opresora que portamos muchas veces.

Freire pasó muchas noches escribiendo. Pensar, escribir, practicar la teoría, escuchar mucho, viajar, y sobre todo hacerse responsable de una tarea hermosa que es registrar para compartir. La escritura anecdótica, la escritura de la vivencia cotidiana, posibilitó que muchos de nosotros nos formáramos en un marco teórico y práctico hermoso. Me pregunto cuánto somos capaces de hacer el esfuerzo de sistematizar para producir conocimiento, para compartir con los otros. Leer a Freire te hace compañía, te conmueve, te hace pensar, te motiva, te dan ganas de militar.

Varias veces discutimos en la militancia si las ideas y los sujetos tenían algún orden de importancia para la práctica política: los compañeros más dogmáticos con los que nos encontramos habitualmente creen que la idea es previa y que los sujetos encarnan una “misión” que es transformar esas ideas en una nueva situación para todos. Otros creen que lo más importante son los sujetos y el cambio a través del “granito de arena de cada uno”. Freire nos trae en cada libro a los sujetos al frente.

Nadie lee el mundo de todos sino a través de su propia experiencia de lectura del mundo y por lo tanto los sujetos, que habitan sus prácticas en un contexto, en relación con sus propios deseos y expectativas, son los protagonistas del cambio que impulsan. Desde este punto de vista, hemos recuperado infinitas veces en el discurso esa tensión irresoluble entre las convicciones y las necesidades propias, entre las necesidades individuales y las del colectivo, entre las condiciones objetivas y subjetivas de las personas. Freire nos ha explicado con mucho amor cómo se dan los procesos de opresión, que involucran lo material y lo subjetivo.

Y nos ha mostrado con rigurosidad que nadie cambia el mundo por sí solo, pero que ninguna idea es independiente de los sujetos que las viven.

10 años después de su muerte, el pensamiento de Paulo Freire parece cada vez más necesario, y parecen cada vez más necesarias las organizaciones que forman educadores populares en el trabajo concreto reivindicándolo sin convertirlo en una estatua de bronce.

PAULO FREIRE: MILITANTE, EDUCADOR

Hay algunas personas a las que siempre vamos a recordar jóvenes: el Che Guevara, Eva Perón, Jesucristo. Y hay otras a las que, al menos los que nacimos después de los 70, siempre vamos a recordar viejas: Fidel Castro, Mahatma Ghandi, Paulo Freire. Hace algunos años, con mis compañeros de El MATE, hicimos en la puerta de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA una muestra de fotos del Che Guevara. Había una que me impactó mucho: estaban el Che y Fidel sonriéndose mutuamente… ¡y los dos eran jóvenes! Fue la primera vez que pensé en esto de las edades. Ahora, pensando en Freire, me emociona que algunos de los que vamos a recordar siempre viejos, se murieron viejos sosteniendo con consecuencia las ideas que tenían cuando estaban con aquellos a los que vamos a recordar jóvenes. Freire es, obviamente, uno de esas personas. Esta cuestión me parece significativa en tiempos en que es común escuchar “Cuando tenía 20 años yo también quería cambiar el mundo”, o lo que es peor, compañeros jóvenes, muy valiosos, muy inteligentes, que sin embargo se desligan de algunas prácticas militantes con el argumento “…ya estoy viejo para eso”.

Cuando Freire se murió yo apenas conocía su obra. No había entrado a la Facultad y la mayor parte de mis amigos de entonces posiblemente no la conocieron nunca. En el bachillerato elitista (perdón, humanista) al que fui, no consideraban necesario acercarnos su pensamiento. Freire murió en 1997, cuando todavía muchos pregonaban que el “derrame” del sistema capitalista iba a llegar, a pesar del rotundo fracaso que ya había mostrado por décadas. Freire se murió escribiendo, leyendo, diciendo, contra el neoliberalismo. Se definió posmoderno, planteando una idea de lo posmoderno que habla de su coherencia: la heterodoxia, la diversidad, la integración de miradas, y al mismo tiempo la lectura de clases del mundo, tan vapuleada y tan necesaria hoy por hoy en nuestra militancia.

Freire ocupó cargos en instituciones, discutió con el Estado desde el Estado, y también trabajó intensamente fuera del Estado, en los territorios concretos donde suceden las vidas cotidianas de los oprimidos. Freire se enfrentó a los grandes males del neoliberalismo: al pragmatismo, al posibilismo, al conformismo.

Me pregunto cuántos de nosotros, los que reivindicamos a Freire hoy por hoy podemos leer nuestras prácticas, cómo él nos enseñó, y decir que nos enfrentamos también a esas tentaciones.

Cuando entré a la Facultad varios grupos de compañeros resistían luchando por la universidad pública. Se discutía si se arancelaba la universidad, si se restringía el ingreso, si se promovían las pasantías absurdas en empresas enormes que explotaban estudiantes como mano de obra barata. Y muchos profesores, estudiantes y graduados, apoyaban cada una de esas cuestiones! Desde que entré vi que Freire estaba en los pasillos de la Facultad, en muchos casos como mito, como fetiche, como icono, como bandera. Para muchos compañeros, incluso militantes, Freire es un icono necesario y la educación popular una serie de técnicas participativas. Freire se murió hablándoles con tranquilidad a los quede cían que Freire “ya fue”. Se murió sosteniendo sus concepciones, repensando sus convicciones, escribiendo sus pensamientos, reflexionando sobre su práctica.

Freire fue militante durante su vida, en sus libros, en sus viajes, en sus horas de funcionario.

Si pienso en qué es lo que nos dejó Freire se me vienen a la cabeza algunas palabras muy caras a la militancia política, y especialmente a la identidad del colectivo del que formo parte: heterodoxia, reflexión desde la práctica, materialismo no dogmático, compromiso. Y sin embargo, me pregunto por qué nosotros, desde la militancia, lo hemos reivindicado y lo hemos trabajado tan poco internamente, en la Facultad, en el barrio, en cada lugar donde hemos construido; sin dudas, durante mucho tiempo hemos repetido la marginación propia de la academia.

Incluso me duele un caso concreto: lo excluimos cuando organizamos el seminario sobre marxismo heterodoxo.

Freire nos enseñó en “La importancia del acto de leer” que la lectura del mundo está antes que la lectura de la palabra. Y pienso en cómo aprendimos a leer desde chicos, en la escuela, y sobre todo cómo nos enseñó a leer la Facultad, cómo nos condicionó. Porque en la Facultad aprendimos a leer subrayando las ideas principales. Cuando leo a Freire tengo la sensación de que, o subrayo todo, o no subrayo nada. Todo me dice algo, desde un lenguaje que me traslada a mi práctica.

También aprendimos que una materia con kilómetros de bibliografía es “más seria”. Freire criticó duramente a los que piensan que cuanto más rebuscados y largos sean los textos, mejor. Por eso nos sirve leer a Freire para pensar la educación incluso universitaria. Sin ser necios, no para negar la universidad o idealizar “la otra educación”, pero para revisar el proceso. En la Facultad subrayamos fragmentos de fragmentos de libros de autores cuyas caras no conocemos, porque las fotocopias no incluyen solapas, y muchas veces ni siquiera incluyen el nombre del capítulo.

¿Y cuando leemos a Freire? Muchas veces me parece que leo las mismas cosas, los mismos conceptos, las mismas anécdotas. Y sin embargo, cada uno de los libros me hace viajar hacia mis prácticas más cotidianas. Me resulta imposible leer un libro de Freire y no pensar en mi propia práctica militante, en la de ayer, en la de hoy, en la del sábado pasado, en el último taller, en mi relación con compañeros, en lo que discutimos en las reuniones, en los textos que escribimos.

Hace poco, cuando leí “Pedagogía de la esperanza” todo el tiempo estaba imaginando diálogos con compañeros, con personas puntuales a las que quería decirles algunas de esas cosas que estaban frente a mis ojos.

Hace tiempo empezábamos a trabajar con un grupo de compañeros de la Facultad que integraban otro colectivo y se definían como “educadores populares”. A mí me parecía que nos quedaba grande, me preguntaba si estábamos a la altura de esa definición. Hasta que descubrí que ese pudor también me venía de que nadie me había dado el título de educadora popular. Desde entonces, pienso que es importante hacerse cargo de la vocación política, transformadora, pedagógica, de cada uno. Y ser un educador popular implica un gran respeto por esa vocación, y por las prácticas que involucra, por la lectura permanente del mundo y de la práctica, la sistematización, la rigurosidad, la coherencia.

Me vuelve la idea de que la educación popular quedó algo así como fetichizada.

Muchas veces nos encontramos con reivindicaciones “de oído” de Freire. O con ataques, también “de oído”. Hace un tiempo un compañero se refirió a la educación popular de forma despectiva como algo “hippie”. Freire nos habló del espontaneísmo, del basismo y del paternalismo como parte del retroceso en la posibilidad de la liberación. El basismo como idealización de los pobres y de las bases; el espontaneísmo como falta de rigurosidad científica, teórico política, la falta de registro de las prácticas, la falta de teorización; el paternalismo como subestimación del otro, o como demonización del otro, son todas tentaciones que hablan de nuestra propia interiorización de la opresión como militantes.

Somos hijos de una generación que se planteó una lucha muy grande, indispensable, que reivindicamos. Pero también criticamos. Y eso es algo freireano que nos permitimos hacer, que nos obligamos a hacer: revisar qué cosas de la militancia de nuestros viejos retomamos, cuáles criticamos. Y así recordaba largas discusiones internas, largas amarguras en charlas con compañeros que hablaban de los pobres, de los oprimidos, de los sectores populares, indistintamente pero sin acercarse a ellos. Compañeros que hablan de conceptos sin acercar esos conceptos a la práctica concreta. Compañeros que no pueden producir conocimiento porque no están en la práctica. O que creen producir conocimiento “para” los pobres. Hace un par de años Héctor Schmucler, en una charla en la Facultad, criticaba el cliché de la militancia que reclama “una universidad al servicio de la sociedad”. Decía Schmucler que parte de la crisis de la universidad actual es que precisamente nunca antes la universidad había estado tan al servicio de la sociedad como ahora, y que en todo caso lo que había que preguntarse era qué sociedad estábamos construyendo y cuál queríamos forjar. Sin dudas, lo más freireano de nuestra militancia debe ser la capacidad de leer el mundo, las practicas, teorizar, y volver a la práctica para transformarla.

Hace poco, leyendo “El grito manso” volví a reflexionar sobre las posibilidades de la educación popular y la universidad. El propio Freire sentado en una universidad discutiendo con la institución y a su vez valorándola. Me acordaba con rabia de la eterna subestimación de la educación popular por parte de la academia:

en la Facultad donde estudié, en la orientación de “procesos educativos”

en la carrera de Comunicación, Freire es un autor casi inexistente y la educación popular como marco teórico no aparece.

Por eso fue necesario llegar a la educación popular desde la militancia. Cuando cursé mi primer taller con Jorge Huergo empecé un proceso de lectura de mis prácticas. Y en estos años que pasaron desde ese encuentro, he encontrado pocas personas de carne y hueso que muestren tanta coherencia entre su decir y su hacer, entre su conducta personal, profesional, política, como docentes; esta coherencia implica una gran decisión y una voluntad. Un educador popular al que conocí como profesor de didácticas de la educación popular, Javier Castagnola, decía hace poco que “el conocimiento implica dolor” y que “no tener tiempo no es posible”. Hacerse cargo de estudiar, de leer, de repensar, de escribir, es mucho más difícil que refritar, cortar/pegar o no hacer nada. Y no tener tiempo para algo implica usar nuestro tiempo para otra cosa. Esas dos ideas, me parece, hablan de la búsqueda permanente de la coherencia, de la apuesta de vida por

la educación popular. Y nos falta mucho de esto en nuestra militancia.

Freire mostró que poner el cuerpo es la única manera de ser coherentes. ¿Cuántos compañeros de 30 o más años todavía se sientan a discutir con los más jóvenes que recién se involucran con una práctica militante, sin necesitar “darles una charla” sobre un tema? ¿Cuántos compañeros han ido manifestando “que ya no están para ciertas tareas de la militancia”? ¿Cuántos compañeros creen

honestamente que no hay tareas más o menos dignas? ¿Cuántos estarían dispuestos a reunirse con quienes les pidieran, como hace Jorge Huergo, cada vez que queremos que nos acerque una vez más reflexiones sobre la educación popular, sobre la relación entre el sujeto y el colectivo. ¿Cuántos se siguen involucrando con colectivos de jóvenes para acompañarlos en su formación?

Freire habló del amor en sus libros. Del amor a su práctica como pedagogo, de su amor a Brasil, de su amor a las compañeras que tuvo a lo largo de la vida. Pienso en lo difícil que es hablar en esos términos con compañeros hoy. Pienso en las reflexiones sobre su propio machismo, pienso en la humildad enorme que nos brinda cuando dice que un grupo de mujeres estadounidenses lo hizo reflexionar sobre esa cuestión. Pienso en lo difícil que hoy resulta discutir con compañeros, -que

paradójicamente reivindican a Freire- sobre los estereotipos, los prejuicios, la conducta machista y la cosmovisión opresora que portamos muchas veces.

Freire pasó muchas noches escribiendo. Pensar, escribir, practicar la teoría, escuchar, mucho, viajar, y sobre todo hacerse responsable de una tarea hermosa que es registrar para compartir. La escritura anecdótica, la escritura de la vivencia cotidiana, posibilitó que muchos de nosotros nos formáramos en un marco teórico y práctico hermoso. Me pregunto cuánto somos capaces de hacer el esfuerzo de sistematizar para producir conocimiento, para compartir con los otros. Leer a Freire te hace compañía, te conmueve, te hace pensar, te motiva, te dan ganas de militar.

Varias veces discutimos en la militancia si las ideas y los sujetos tenían algún orden de importancia para la práctica política: los compañeros más dogmáticos con los que nos encontramos habitualmente creen que la idea es previa y que los sujetos encarnan una “misión” que es transformar esas ideas en una nueva situación para todos.

Otros creen que lo más importante son los sujetos y el cambio a través del “granito de arena de cada uno”. Freire nos trae en cada libro a los sujetos al frente.

Nadie lee el mundo de todos sino a través de su propia experiencia de lectura del mundo y por lo tanto los sujetos, que habitan sus prácticas en un contexto, en relación con sus propios deseos y expectativas, son los protagonistas del cambio que impulsan. Desde este punto de vista, hemos recuperado infinitas veces en el discurso esa tensión irresoluble entre las convicciones y las necesidades propias, entre las necesidades individuales y las del colectivo, entre las condiciones objetivas y subjetivas de las personas. Freire nos ha explicado con mucho amor cómo se dan los procesos de opresión, que involucran lo material y lo subjetivo.

Y nos ha mostrado con rigurosidad que nadie cambia el mundo por sí solo, pero que ninguna idea es independiente de los sujetos que las viven.

10 años después de su muerte, el pensamiento de Paulo Freire parece cada vez más necesario, y parecen cada vez más necesarias las organizaciones que forman educadores populares en el trabajo concreto reivindicándolo sin convertirlo en una estatua de bronce.

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